En 2004 ya se habían puesto de moda. Años antes ya se usaban, pero sólo por los visionarios. Y más que nada en Norteamérica. Además al principio venían modelos estándares, sin mucho color, casi sin insignias. En 2005 me compre mi primer gorra. Era re fachera. Cómo olvidar. Toda negra con un pequeño logo al frente de “Logia 1100” —una marca de pelotitas de golf—. Yo no me había metido en ese deporte todavía, pero me gustaba como quedaba, así que la elegí.
¿Qué más inofensivo que una gorra, no? Ja. Oigan esta historia nomás. Se les van a poner los pelos de punta.
Los años pasaron. Con el tiempo mi repertorio se fue ampliando. Bordó lisa. Azul marino con un pin. Color arena. Etc, etc. Y del mismo modo les sucedió a los demás. Buen, a todos menos a unos pocos. El único desertor que yo conocí personalmente fue Tito Mihura. Así se llamaba. Y es muy curioso. Porque uno dirá, buen, un flaco que no sigue la moda, como con los traje de baños ochentosos. No. Definitivamente no. Verán. La gente lo tildó como un rebelde. Rebelde al sistema. ¿Por una puta gorra? No era la gorra el problema. Era lo que la gorra significaba. ¿Qué significaba? Qué carajo se yo. A mi me excede. Pero pienso que era como una especie de marca del grupo.
Cuando te cruzabas a uno de esos pocos oías “ahí va un loco” o “este está en pedo” “pobre, se le saltó un tornillo”, o cosas así. Les voy a contar algo más. Un día yo estaba paseando por una cancha de golf fuera del horario de juego, obvio. Era un día tormentoso. Es decir, un día hermoso. Y me cayó un rayo. Sí, no me van a creer. No me paso nada por suerte. Va, nada. No me hirió de ninguna manera. Sentí como un gran golpe, me caí al piso, y eso fue todo. Estaba completamente sólo en ese momento, así que nadie se me acercó a decirme “¿cómo estás?” o cosas por el estilo. Volví al clubhouse, por un vaso de agua, y ya para volver, no saben qué pasó. Fue tremendo. Tremendo. ¡Zombies! No joda, no había zombies, pero toda la gente que había, que habrán sido unas quince personas, tenían los ojos colorados. What? Era rarísimo. Les juro que no entendía nada. Qué carajo.
La gente me miraba y yo les tenía compasión, nada de miedo. No eran unas luces coloradas, no. Era como cuando estás con la computadora por 20 horas seguidas trabajando. Bueno, eso. Estaban hechos hojalata. Pero hubo algo peor todavía. ¿Ya se lo imaginaron? Exacto. Cuando fui al baño y me miré en el espejo, ¡chan! Otro zombie. Que lo parió. ¿Y ahora?
Ahora etapa de introspección e investigación, como siempre. La verdad es que por mucho tiempo no averigüé naranja. Pero un dia, un día, me lo crucé a Tito. Gloria. Tito sin gorra, ¡y sin ojos colorados! ¡Revelación! Hablamos un toque, del sur y las truchas, y me despedí. Pero el punto es que había descubierto la verdad.
El tema fue lo siguiente. Porque todos estábamos mal, pero sólo yo —y Tito— sabíamos que estábamos así. Aparte qué problema. Porque si uno se pone la gorra para atrás la gente ya se pone a hablar: “qué tipo raro” “ganas de llevar la contra, eh”, y la mejor “no irás a sacártela, ¿no?”. Mucho tuve que pensar. Pero me finalmente me decidí. En un momento de instantaneidad y de disponibilidad erradiqué la gorra de mi cabeza, la colgué en la pared y fui libre otra vez para dar y recibir.
Luis María