1994 fue un año especial, para algunos entusiastas en el elementario colegio primario de Gaboto. Exacto, colegio San Juan el Precursor. Todavía reinaba el padre Castagne. Pero no me refería a eso con lo “especial”. Sino por el álbum de figuritas. Circulaban por todas partes las del mundial ‘94. Cómo olvidar. Era sabido que Islas era la más jodida. Los tazos también estaban dando vueltas por ahí. Más que nada en el juego de tirarlos contra la pared desde 5mts de distancia, ahí en el hall camino a los baños. Pero lo caliente eran las del mundial, es la verdad. Estaba el chupi, en lo que yo era malísimo -no sé por qué no las levantaba. Quizás por tener la mano muy seca-. A veces algunos aumentaban la apuesta y lo hacían doble. Dos figuritas tapadas. No me acuerdo si se disputaba quién empezaba o si los dos las daban vuelta, se repetía el proceso. Me pregunto de donde se origina esta tradición de los chicos. Y me repregunto, qué carajo harían en un colegio de mujeres. ¿Quién se hace la trenza más rápido? Les decía. Además del chupi estaba la tapadita. Básicamente en el escalón antes de las puertas que daban al patio. Pero algunos osados se aventuraban a tirarlas desde lo alto de una tarima. Metro, metro y pico.
Pero yo les vengo a contar una historia. Historia en la que participé. Una mañana, después de un recreo, oí decirle a Sepo que le había desaparecido una figurita. Que la tenía al lado suyo, mientras estaba sentado mirando las figuritas que había ganado, y que desapareció. No le tomé el apunte. Para mí que la habría perdido en algún juego o se le había caído en algún momento. Esa fue mi opinión. Hasta que cambié de opinión. Sí. A mí también se me perdió una figurita. Saqué dos del pilón. Me prestaba a jugar a la tapadita con un gil de un año más arriba, y la que no usé primero la dejé al costado. Después de ganar, ella había desaparecido. ¡Damn! O eso hubiese dicho si ya hubiese incorporado ese vocablo a mi léxico.
Inmediatamente se lo comuniqué a Sepo, quien compartió mi preocupación. Qué hacer. Qué hacer. ¿Hablarlo con Ciolfi? Qué íbamos a lograr. Necesitábamos identificar al o a los culpables. Por lo que ideamos un plan. Yo iba a meterme en un juego dejando alguna figurita a mí costado. Y él iba a hacer de campana. Si la perdía, ambos la ibamos a financiar.
Siguiente recreo eso hicimos. La figurita a mi lado. Esperé, esperé, pero nada. Así que seguí concentrado en mi juego con algún chico que encontré. Y al terminar, ¡chan! ¡No estaba! Salí corriendo a hablar con Sepo, y me dijo, “no sabés, justo me distraje un segundo y la figurita ya no estaba”. “¡Damn!” Por lo que repetimos el preoceso. Pero siempre que estuvo mirando Sepo, nada pasó. Este ladrón era muy astuto.
Ya no sabíamos qué hacer. Hasta que a Sepo se le ocurrió un nuevo plan. Él iba a subir al comedor, que de un lado miraba a abajo al hall central, y iba a mirar desde ahí. Y para no ser visto, colgamos un afiche, con un agujerito para mirar. El ladrón tardó en aparecer, pero les cuento que lo agaramos. ¿Se imaginan quién fue? Les cuento. Alberto Aquiles Galarce. ¡Hijo de puta! El procedimiento lo repetimos un par de veces para chequear que sea autónomo, y al estar seguros, no le contamos nada a Ciolfi. Le dijimos, “o entregas la merca o te atamos y te meamos la cara”. No sé por qué le dijimos eso. Lo podíamos amenazar con que otros, más grandotes que nosotros, y también víctimas, lo caguen a trompadas. Pero fue lo que se nos ocurrió. El tema fue que le permitimos seguir robando con la condición de entregar el %50 de las ganancias. Y nos armamos un clan. Perfeccionando sus técnicas. Así completamos el álbum con Sepo. Cocodrilo que duerme...
Luis María